viernes, 21 de marzo de 2008

VÉRTIGO


Me impulso agarrándola con las manos, y sobrepaso limpiamente la barandilla. Para mi sorpresa no encuentro ninguna resistencia después. Nada me detiene. Caigo con absoluta limpieza, cada vez más rápido, más rápido. Veo como la Uralita de los techos de las naves del patio se acerca cada vez a más velocidad. El impacto parece inminente. Había dado un paso adelante, y sentía ese cosquilleo en el estómago que anunciaba siempre los grandes momentos, los momentos definitivos. Me aterra, y a la vez me atrae de forma extraña. De todas maneras, ya no hay marcha atrás. No hay nada a lo que me pueda agarrar ya. Compruebo, ya es tarde para arrepentirme, que nada podrá detenerme, que el impacto es seguro, que no voy a flotar como alguna vez había absurdamente imaginado. Caigo rápido: al menos este horror durará ya poco. Estúpidamente me preocupan sobre todo los daños seguros que le voy a causar al ferretero del bajo, que es tan buena persona. ¿Cómo mirarle a la cara después de haber atravesado el techo de su negocio, causándole tan cuantiosos daños?

De pronto, un terremoto: alguien me sacude por los hombros, y me salva. Despierto medio atontado, la boca seca y estropajosa. Por unos momentos, brevísimos, mi mente intenta retener lo último soñado, la recurrente pesadilla de la caída, pero es ya tan difusa, que se pierde en la nada, en el aterrador vacío; para siempre perdida ya. Percibo como voy tomando tierra blandamente, con dulzura incluso. Me reconforta esta sensación tras haber pasado por el vértigo atropellado de la caída. Es suave como los brazos de ella, como sus pechos, cántaros de miel que vuelven a prometer mil dulzuras siempre lejanas, pero por el momento, inminentes, próximas, seguras. Aliviado del terror recién superado hundo mi rostro entre esos pechos nutricios (el pánico recién transitado parece darme permiso, y yo lo aprovecho, faltaría más). Mi suerte parece haber cambiado en un instante: De la muerte segura, al cielo recién conquistado, que me niego a abandonar.

Y ya nuestras lenguas se enlazan y se desenlazan, se persiguen y, cuando están apunto de encontrarse, se separan otra vez, para inmediatamente volverse a encontrar. Es una estudiada danza de íntimas caricias que siempre se repite, hasta alcanzar el máximo placer, la total felicidad.

Este cielo de besos, de pieles próximas, de suavidades femeninas que imagino, y ya no sé si podré hacer realidad, es el que me salva diariamente de precipitarme en los abismos de la nada incógnita e infinita, el que certifica mi resurrección de cada mañana.

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