los 5 primos (Jorge, Mari Carmen, Marite, Mario y yo) unos años antes en Gijón
tía Geli, papá, mamá y tía Carmina en aquella tarde memorable
Creo
que la felicidad es esta vieja fotografía: la risa de mi madre y de mis tías,
la pachorra (extraña en él) de mi padre con 40 o 41 años (en esa época,
anterior a su enfermedad pulmonar, llegaba a pesar entre 85 y 95 kg.). Fuera de
campo, los cinco primos nos divertíamos de lo lindo en las instalaciones de los
Palotinos de Buenos Aires (el pequeño pueblo situado a la otra orilla del río,
no la megalópolis sudamericana).
Por
una vez, no habíamos vadeado el Órbigo a la altura de “La manga”. La familia,
vestida de domingo veraniego, había dado un rodeo por la carretera, enfilado la cuesta de
Buenos Aires, y culminado la excursión en el internado de los Palotinos, que
ese día del verano tenía las puertas abiertas. Los niños habíamos husmeado antes muchas veces a
través de los barrotes de la alta verja el equipamiento del colegio (canchas de
baloncesto, porterías de fútbol) y lo anhelábamos como un manjar inaccesible.
Cuando aquella tarde de verano los mayores (mis padres, mis tíos) propusieron
una excursión a Buenos Aires, los pequeños nos apuntamos excitados y contentos.
Rara vez nos juntábamos los 5 primos en Veguellina (esta fue una de las pocas),
pues los hermanos de Gijón, alternaban el veraneo, para no ocupar en tropel la
casa de los abuelos.
La
tarde fue magnífica. Sol, bocadillos de chorizo o cecina leonesa y, lo más
importante para mí, los 5 primos juntos: desfogándonos, corriendo, saltando,
pasándolo “pipa”, soñando despiertos (recuerdo un desordenado partido de
fútbol, con mi padre y yo de porteros) en el que mi tío Fernando y mi primo
Jorge se destaparon como goleadores múltiples, a pesar de mis esfuerzos de
pequeño cancerbero para mitigar su puntería. No me importaba la derrota, ni la
“humillación” de tener que recoger una y otra vez el balón del fondo de las
redes. Las risas de mi madre y mis tías, a lo lejos, la sonrisa cómplice de mi
padre que divisaba en la portería contraria, me tranquilizaban.
Al
final de la tarde, el espliego y el tomillo inundaban mis fosas nasales y
decidimos vadear el Órbigo, y atajar en fila india por “la canal” (aquel camino estrecho que a mí me
daba algo de miedo, ahora lo puedo confesar) hasta la casa de mi tía (que había
enviudado en plena juventud haría unos 4 o 5 años –la ausencia de mi tío
Carlos, siempre fue una “presencia” en mi familia paterna en mis veraneos infantiles-).
Cenamos
en casa de mis abuelos. Yo me fijaba cómo mi tío Fernando (probable autor de la
foto, dada su ausencia en ella) cortaba rajas de rico chorizo leonés, y las
untaba en hogaza, antes de repartírnoslas a grandes y pequeños. Nunca me olvidaré
del sabor del pan y del embutido, duro, ligeramente picante, delicioso. Y luego
el abuelo hacía pasar por todos la bota de vino (que para mí suponía un
compromiso, pues siempre me lo acababa vertiendo por encima, y observaba, por
un instante, que la dulce mirada de mamá se tornaba en reprobatoria, para luego
volver rápidamente a la risa que solía iluminar su rostro).
Y
luego, agotado, tras recibir el beso de mamá, me hundía entre las sábanas
almidonadas, y me dejaba subsumir en el sueño reparador, y allí me volvía a
encontrar con mis primas, a las que amaba apasionada y secretamente, con mamá,
a la que siempre amé, y con aquella amiga rubia de mi tía, a la que espiaba en su
mercería, y que despertaba en mi cuerpo sensaciones que intuía poco
confesables.