miércoles, 21 de marzo de 2007

RECUERDOS CON AROMA Y SABOR


Como siempre he detestado lo demasiado caliente, tomaba aquel líquido negro, brillante, humeante, tras pasar por la boca de ella, donde su temperatura ya se habría reducido un poco. No se lo que me gustaba más: si el leve amargor de la estimulante y breve bebida, o el sensual contacto con los labios que me traspasaban aquel fluido ya no tan hirviente, con la lengua que dudaba entre juguetear con mis encías o enredarse por fin con la mía. Su boca era un compendio de sabores fuertes, donde al del líquido revitalizador y delicioso se sumaba el del aroma del tabaco, y el incomparable de su propio aliento, cálido, dulce, y al del acre, ferruginoso de la sangre que se desprendía de nuestras lenguas recién atacadas por furiosas dentelladas, de nuestros labios gastados en aquel brutal intercambio de fluidos, de nuestras salivas promiscuas, del inevitable tintineo de nuestros dientes al entrechocarse anhelantes.
Aquellos besos siguen instalados en el fondo de mi memoria después de tanto tiempo, así como la venenosa reminiscencia de aquel perfume en mi recuerdo, como si se hubiesen producido, los besos, esta misma mañana, y no hace más de 20 años

OBLIGADA RESIGNACION


Leopoldo Alas “Clarín”, genial creador de “La Regenta”, la más perturbadora novela del siglo XIX

Es preferible colgar a un marido muerto, que perder a un amante vivo. Fue el pensamiento que iluminó como un relámpago la mente de Doña Susana. Durante los últimos años el “débito conyugal” se le había hecho cada vez más insoportable. Cuando Don Nicasio dejó la parroquia y se jubiló, se sintió en principio muy contrariada, y más al enterarse que su sustituto apenas contaba 30 años. Y sobretodo cuando lo conoció, un chico de los que se dice guapo, de ojos azulísimos, labios carnales, dientes perfectos, y aquel perturbador rictus entre bondadoso e insolente, que le fue presentado como don Rubén, su nuevo párroco. ¿Cómo iba a confiarle las miserias de su triste vida matrimonial a aquel cura que parecía un hijo del príncipe de las tinieblas? ¿Cómo le iba a relatar que ya no amaba a su marido, que le daba asco cada vez que lo tenía encima, su aliento podrido apestando a alcohol barato, su dentadura postiza aparcada en la mesita de noche, qué hacía mucho tiempo que aquella rutinaria gimnasia no le proporcionaba placer alguno? Tenía 64 años, y sabía que nunca había sido demasiado guapa. Sólo en su ya lejana juventud había estado orgullosa de sus pechos, grandes, firmes, suponía que deseables, aunque con el paso de los años se habían ido desmoronando de forma lamentable; que todavía hacía poco había descubierto que juntando mucho sus rollizas piernas, ahora surcadas de incipientes varices, y haciendo como si aguantase la gana de orinar, podía llegar a descubrir el cielo en la tierra, y lo que es peor, seguro que también pecado mortal irredimible, que deseaba que su marido se muriese; total, aunque no lo pareciese estaba muy enfermo, el hígado destrozado, y el alcohol que no le dejaba ya hacer nada, lo que se dice nada, aunque en realidad a ella nunca le había puesto la mano encima. Sencillamente estaba harta de él, de sus babas de borracho sobre su cara, de su barba descuidada que siempre le restregaba el muy asqueroso hasta casi hacerla casi sangrar. Sí, tenía que librarse de él, y debía hacerlo sola. No podía contar con nadie, aunque es cierto que por su mente cruzó por un fugaz momento, la disparatada idea de confesárselo a Don Rubén, si él la pudiese ayudar a no sabía bien qué, su felicidad podría ser total. La ensoñación desatinada se completaba con la imagen de Don Rubén, que ya no era Don Rubén, era Rubén, su tierno y querido niño, su pequeño Belcebú del alma acariciándola delicadamente frente al cuerpo inerte de su marido, que de alguna manera colgaba balanceándose con una soga alrededor del cuello.

Doña Susana despertó, la frente perlada de sudor, el pecho opulento de matrona agitándose alocadamente, y se dio cuenta que allí no había Rubén alguno, y por primera vez en mucho tiempo, la reconfortó escuchar nítidamente los inconfundibles y estentóreos ronquidos de su marido, que dormía plácidamente al otro extremo del lecho conyugal

MICRORELATO

A Marcel Proust, y a Augusto Monterrosso




Cuando en el taller literario al que acudía puntual, dos veces por semana, les sugirieron el peregrino tema de “el tiempo”, Marcelo recordó el particular sabor de una magdalena mojada en una infusión de té y se embarcó en una brevísima, concisa , narración de 3739 páginas en las que recobraría el tiempo que creía perdido