Hoy se cumplen 20 años de mi
llegada a Mallorca. Pensaba que me iba a instalar allí permanentemente. A ser
un mallorquín de adopción y, sin embargo, sólo permanecí en la isla 4 meses,
que a punto estuvieron de ser los últimos de mi vida.
Llegué a Mallorca un 12 de
octubre 1992. Lo recuerdo bien, porque era el cumpleaños de mi ex – cuñado, el
personaje de la familia de mi ex – mujer con el que siempre me llevé mejor.
Juanjo trabajaba, a la sazón, de camarero en Magalluf, a unos 10 o 15 km. de
Palma. Aún recuerdo la “cogorza” que nos pillamos en su pequeño apartamento
para festejar mi llegada y celebrar su aniversario. Lo preocupado que estaba yo
por la previsible “resaca” que sufriría al día siguiente, en que tenía que
tomar posesión de mi plaza Auxiliar de Clasificación y Reparto (en moto) del
servicio de Correos en Palma.
Al día siguiente, con cierta
resaca (aunque, afortunadamente tolerable) unos amigos de Juanjo (me acuerdo
sobre todo de la chica -esas extrañas casualidades-, Belén, que había sido compañera mía en el MRA (1), en los
locos tiempos de mi adolescencia revolucionaria, y su pareja por aquel
entonces, cuyo nombre -20 años son muchos- ya he olvidado) nos acompañaron en
coche hasta Palma.
En Gijón quedaba M. Ella. La
Mujer. Cómo la deseaba. No me quitaba de la cabeza aquellas carnes morenas y
abundantes de las que en breve, tras superar el estúpido trámite del matrimonio
civil que mis ex – suegros, ("yo, en mi casa, putas no quiero") y mi carácter
acomodaticio (“pa qué discutir”) nos habían impuesto, esperaba gozar permanentemente. Porque hasta
ese trámite maldito sólo lo habíamos podido hacer “clandestinamente”. En
hoteles. En tiendas de campaña en plena tormenta (con qué ansiedad nos
abrazábamos desesperados a la vez que la lluvia y el viento ponían en peligro
la misma integridad de la tienda de campaña, cómo le resbalaban las lágrimas
por el rostro ya no sabía si por el placer del orgasmo o el sobresalto de la
estampida de un trueno, o por la superposición de ambas cosas). Metiéndonos
mano en reservados de bares envueltos en alcohol. Perdiéndonos en una noche de
alcohol y confusión y festejando nuestro rencuentro con sexo urgente y
desesperado en un ascensor. Arriba. Abajo. “¿Qué pensará la gente de este
ajetreo? ¿Qué importa, tonto? Te quiero. Y yo a ti….” O mucho antes, mis dedos índice y corazón desvirgándola
afanosos bajo el escrutinio de un gigantesca reproducción del cartel con el perfil de Marlon Brando en “El Padrino”.
Ahora, en Mallorca, yo esperaba que, bendecidos por el estúpido matrimonio, nuestra pasión dejase de ser clandestina. ¡Qué idiotez!
Porque justo 4 meses después todo se vendría abajo. El 12 de febrero siguiente, al regresar de mi jornada de reparto diario en el popular barrio de La Vileta, en las afueras de Palma de Mallorca, deduzco (no me puedo acorda a ciencia ciertar de nada, bien que lo siento) que al entrar en nuestro minúsculo apartamento en los aledaños del Paseo Marítimo (carrer Furió, Nº 10) me la encontré en la cama, apenas vestida con sus bata japonesa. Por una vez, el glorioso espectáculo de su semidesnudez, no me excitó. Permanecía inerte. No respondía a mis requerimientos. Dándome cuenta de la situación, intenté llamar a un médico, a una ambulancia. A quién fuese. Sentí que me flaqueaban las piernas y una nube negra me engullía. No me acuerdo de más.
Ahora, en Mallorca, yo esperaba que, bendecidos por el estúpido matrimonio, nuestra pasión dejase de ser clandestina. ¡Qué idiotez!
Porque justo 4 meses después todo se vendría abajo. El 12 de febrero siguiente, al regresar de mi jornada de reparto diario en el popular barrio de La Vileta, en las afueras de Palma de Mallorca, deduzco (no me puedo acorda a ciencia ciertar de nada, bien que lo siento) que al entrar en nuestro minúsculo apartamento en los aledaños del Paseo Marítimo (carrer Furió, Nº 10) me la encontré en la cama, apenas vestida con sus bata japonesa. Por una vez, el glorioso espectáculo de su semidesnudez, no me excitó. Permanecía inerte. No respondía a mis requerimientos. Dándome cuenta de la situación, intenté llamar a un médico, a una ambulancia. A quién fuese. Sentí que me flaqueaban las piernas y una nube negra me engullía. No me acuerdo de más.
Esos cuatro meses, no obstante, sirvieron para que me enamorase de esa tierra, de sus gentes, abiertas, tolerantes. "Fenicios" en el mejor sentido que a la palabra pueda dársele. De la belleza de sus mujeres morenas a lo María del Mar Bonet. Hasta el sonido de ese catalán un tanto "masticado" que ellos llaman mallorquín, acabó por encantarme. Si hasta bailamos (bueno, yo hacía lo que podía) al son de las letras melosas y anticuadas de Bonet de Sampedro en una multitudinaria verbena en el Borne en la noche de San Sebastián (patrón de Palma) sospecho que muy poco antes del accidente.
Mi siguiente recuerdo, la
habitación 331 de un hospital gijonés. En una cama yo. En la otra, M. Miradas cómplices.
Traqueotomías. Silencios forzosos, pues. Sin embargo, recuperamos la voz. Yo,
antes que ella. Volvimos a nacer. Cuando pudimos hablar, decíamos tonterías.
Yo, empeñado en tener 18 años (total, sólo me quitaba 10). Ella, en devorar todo
lo que se le pusiera por delante. ¡Hambre…! ¡Comer….!
M. devorando su propia ropa. Yo,
por emularla, comía flores de los jardines. En el fondo, queríamos devorarnos
el uno al otro. Cuando nos retiraron las traqueotomías, empezamos por intercambiar
nuestros deseos. Sin tocarnos el uno al otro, nos estimulábamos y
disfrutábamos. Un festín. Celebrábamos seguir vivos. Un milagro.