
En la última película de Pedro Almodóvar, quizás la peor de su carrera, el director manchego realiza uno de los alardes ¿cinematográficos? más vacuos y estériles que recuerdo haber visto. Todo es un disparate (del que sólo se salva la, como siempre, excelente banda sonora de Alberto Iglesias).
Lo demás, un llamativo envoltorio que, para frustración de espectador, no esconde NADA en su interior a no ser, un constante y cansino auto homenaje. Pretende ser un tremendo melodrama, que indaga sobre las circunstancias, vueltas y revueltas del más desesperado “amour fou”, pero yo salí del cine con la lamentable impresión de que me habían timado, de que cada avatar que se sucedía en la pantalla era forzado, impostado, que todo era predecible y falto de aliento, que las interpretaciones eran cansinas, que Penélope Cruz nunca estuvo peor (que ya es decir, teniendo en cuenta que siempre la he encontrado una pésima actriz), que incluso mi admirada Blanca Portillo (quizás por que Almodóvar le “regala” un papel absolutamente disparatado) acaba naufragando en este proceloso mar de despropósitos.
Todo es falso, impostado y, por momentos, cuesta distinguir el reiterativo auto-homenaje de la cansina auto-parodia.
Porque por mucho que se empeñe Almodóvar, por mucho que insista en compararla a la Rita Hayworth de “Gilda” (esa secuencia repetida una y otra vez, en que Cruz aparece con la larga cabellera velándole el rostro y, de pronto, se lo echa para atrás con un simple movimiento), por mucho que la “vista” de “mujer fatal” a lo Ava Gardner en “Forajidos”, por mucho que la tiña de rubio platino como, nuevamente, a Hayworth en “La dama de Shangai”, Pe no da nunca la sensación de ser más que una pequeña actriz torpe sin más “glamour”.
En resumen, un film almibarado, plomizo, donde los colorines no esconden el vacío de ideas por el que vertiginosamente nuestro director más popular y taquillero se empeña en despeñarse últimamente.
El film parece una continuada masturbación de planos “almodovarianos” reiterados hasta la saciedad, con mucho “colorín” producto de la fotografía de Rodrigo Prieto, donde el recurso a citarse a sí mismo (la simpática “Mujeres al borde de un ataque de nervios” es “señalada” hasta el empalago) se acaba haciendo estomagante.
Creía que la fobia manifiesta que mi admirado Carlos Boyero ha mostrado siempre al cine del manchego era eso, una fobia, pero, en esta ocasión tengo que reconocer que se ha quedado corto:
“Los abrazos rotos” es una de las peores películas que he visto últimamente, con un guión (del propio Almodóvar) autocomplaciente, previsible y desalentador –especialmente sonrojante es la peripecia en torno a la paternidad de hijo de Judit (Blanca Portillo), Diego (Tamar Navas), “misterio” que, aunque no se resuelva hasta casi el final, lo hace de la manera menos sorprendente que imaginarse pueda-.
En resumen, una película que, sospecho, incluso a mi maestro en tantas cosas (y gran defensor de Almodóvar desde el principio) el profesor de Historia del Arte Germán Ramallo le habrá irritado profundamente allá en su hermosa Murcia natal, donde, creo, sigue viviendo.