Después de comer, mientras reposo
en la cama mis pies doloridos (no podría aguantar hasta la noche con las botas
ortopédicas que me son imprescindibles) suena el teléfono. Un número
desconocido. Una voz de mujer, llorosa, me comunica que mi amiga Susana ha
muerto hace un mes en Madrid. No me lo creo. Todavía cuando escribo estas
líneas me cuesta asimilarlo. Pregunto otra vez. Pero, ¿Susana?, ¿Paula? (me
acuerdo, de repente, que se llamaba Paula Susana) ¿cómo es posible? Qué es, que tenía cáncer
o algo así. No se por qué se me ocurre eso. No, murió de repente. 47 años, ya
ves, me dice Coba, la hermana, que no puede parar de llorar.
Y me quedaron tantas cosas por
decirle. Y por hacer con ella. Nos conocimos de muy niños. Con 6 años. Era la
niña más guapa del colegio. Me enamoré de ella. Nunca se lo dije. Nunca la
besé. Nunca me besó. Dejamos de hacer tantas cosas que nos apetecen. ¡Qué
estúpidos somos!
Ahora me siento mal. Destrozado.
En momentos así uno se da cuenta de la fragilidad de la vida. De la inutilidad
de todo. Nos esforzamos en descubrir el sentido de la vida, y la conclusión es
que, sencillamente, no lo tiene.
Ya lo dijo Shakespeare, en Macbeth,
“La vida es una historia de ruido y furia, contada por un idiota”. Magro
consuelo.
Y, sin embargo, no hay nada más.
A partir de ahora, como goliardo vocacional que soy, “carpe diem”. A beber. A
comer. A follar todo lo que pueda.
en el colegio, con 8 o 9 años: Susana es la guapa niña de la esquina de la segunda fila. Yo, en la otra esquina, con jersey rojo, parezco espiarla desde lejos. Siempre fue igual.

Lo haré pensando en ti, Susana.
Perdurarás en mi recuerdo. Agarraré una cogorza en aquella bodega accesible de
la Avenida de la Costa a la que nunca nos decidimos a entrar. En tu honor, iré
el 10 de febrero, el día en que hubieses cumplido 48 años, y pienso emborracharme, te lo
juro.
Aunque lo que me duele, amiga querida, es que ya nunca podremos
acostarnos. Seguro, que tras tu timidez se escondía una formidable amante por
descubrir. Nunca lo sabré. Por gilipollas.
Tu hermana me contó que te habías ido a Madrid hará cosa de un mes, a recorrer los museos y teatros que no tenemos en Asturias, aprovechando el "puente" de difuntos (toda una premonición) y que allí, de repente, sin avisar, te sorprendió la muerte. Seguro que, frágil y leve como eras, algún clemente viento de componente este te habrá arrastrado ya hacia esa martirizada Grecia que tanto amabas, y allí, nos esperarás para siempre, en el Parnaso donde ya estarás al lado de tu admirado Julio Cortázar, disfrutando de cronopios y famas para la etenidad , como mereces.
Recuerdo con desazón la última vez que te vi. Habías venido a visitarme a la "resi". Tomamos vinos, y "picamos" algo. Estaba decidido a preguntarte por la extraña razón que, conociéndonos desde hacía tanto tiempo, y siendo buenos amigos, nos impedía darnos un simple beso. En el indicador de la parada caían, inexorables, los minutos que faltaban para que llegase el autobus. Al final, este asomó por la esquina. Yo te miré. Y, sin decir nada más, como siempre, te dejé ir. "Hasta la próxima", pensé.
Nunca te volvería a ver. Nunca sabría a que sabe tu piel. Ahora llevo una semana en que las lágrimas no cesan de correr.
Un beso eterno, amiga (y nada casto, que ya está uno cansado de hacer el idiota).