
Noto ese leve y molesto resquemor de garganta, la boca reseca, las rodillas doloridas. El autobús se va llenando de gente. Los pesados de “Carrusel deportivo” componen la reiterativa banda sonora del trayecto. Se suceden los mismos lugares comunes de siempre, la ignominiosa musiquilla publicitaria, “los chaskis…de Facundooo, tralará, tralará,…”. Una mujer voluminosa, que no se por qué, me recuerda a mi fallecida tía Avelina, los mismos rasgos vulgares y, sin embargo, sensuales, la misma fealdad en la que se oculta un atractivo animal y desafiante, la misma obesidad voluptuosa, se encaja como puede en el asiento que está frente a mí. Al sentarse, la falda sube e, impúdica, me muestra unos muslos descomunales, adiposos. Y no puedo desviar la vista de esa carne ya vieja que la falda apenas puede sujetar.
Mi padre, ese caballero, ese hombre tan educado, que da gusto, que dice siempre Blanca, permanece de pie, a pesar que cuando subimos quedaba algún asiento libre. ¡Qué tremendo orgullo, estúpido y admirable a un tiempo!
Y, sentado en mi silla de ruedas, anclado al soporte con correas, noto cómo me invade un malestar sordo, y cómo deseo escapar, refugiarme entre sus piernas, perderme en aquel orgasmo maravilloso, el siempre recordado, ese fluir placentero, espasmódico, ese derramarme de amor, mientras ella, la imaginada, toma cuerpo, y sus piernas me rodean, me aprisionan, me hacen suyo, y yo me rindo, me dejo ir, subsumido en la senda del placer.
Y pienso, me vienen a la cabeza ideas, imágenes, recuerdos…
Y, definitivamente, el placer se apodera de mí, entre espasmos y humedades.
Y me encajo en la blandura ubérrima de sus pechos, chupo, retengo su pezón entre mis dientes, sin morder, cuidando mucho de no hacerle daño, pero deseando hacérselo, más no atreviéndome (como siempre).
Y su olor se apodera de mí. Acre, dulce, embriagador. Es el aroma del deseo, del sexo, el de la mujer que codicio desde hace tanto tiempo.
Pero, como siempre, acaba por reaparecer el padecimiento de muelas y, esta vez, lo acompaña el del cuello, y el inicio de un constipado, parece, un malestar que se traduce en dolor de huesos, y sueño, y labios resecos como, si de repente, la humedad hubiese abandonado mi cuerpo, y los oídos que me estallan, la cabeza embotada, los huesos desbaratados, convertidos en fosfatina.
Definitivamente, debo haber cogido la gripe.
Mi padre, ese caballero, ese hombre tan educado, que da gusto, que dice siempre Blanca, permanece de pie, a pesar que cuando subimos quedaba algún asiento libre. ¡Qué tremendo orgullo, estúpido y admirable a un tiempo!
Y, sentado en mi silla de ruedas, anclado al soporte con correas, noto cómo me invade un malestar sordo, y cómo deseo escapar, refugiarme entre sus piernas, perderme en aquel orgasmo maravilloso, el siempre recordado, ese fluir placentero, espasmódico, ese derramarme de amor, mientras ella, la imaginada, toma cuerpo, y sus piernas me rodean, me aprisionan, me hacen suyo, y yo me rindo, me dejo ir, subsumido en la senda del placer.
Y pienso, me vienen a la cabeza ideas, imágenes, recuerdos…
Y, definitivamente, el placer se apodera de mí, entre espasmos y humedades.
Y me encajo en la blandura ubérrima de sus pechos, chupo, retengo su pezón entre mis dientes, sin morder, cuidando mucho de no hacerle daño, pero deseando hacérselo, más no atreviéndome (como siempre).
Y su olor se apodera de mí. Acre, dulce, embriagador. Es el aroma del deseo, del sexo, el de la mujer que codicio desde hace tanto tiempo.
Pero, como siempre, acaba por reaparecer el padecimiento de muelas y, esta vez, lo acompaña el del cuello, y el inicio de un constipado, parece, un malestar que se traduce en dolor de huesos, y sueño, y labios resecos como, si de repente, la humedad hubiese abandonado mi cuerpo, y los oídos que me estallan, la cabeza embotada, los huesos desbaratados, convertidos en fosfatina.
Definitivamente, debo haber cogido la gripe.