A mi sirena imposible del Mediterráneo
Mi lengua titila sobre la erecta rugosidad del pezón. Luego mi boca naufraga en las profundidades abisales de su ombligo. Su piel de porcelana se transforma un poco más al sur en escamas húmedas, viscosas, estériles. Pero es tal la belleza nacarada que la sirena concentra en el resto (femenino) de su cuerpo hermosísimo, que no importan las escamas estériles, ni la frustración que conlleva la parte inferior de ese cuerpo hermosamente monstruoso.
La sirena vive en Oleza, esa Oleza barroca de caramelones, Salzillos, y sensuales semanas santas, que imaginara tan brillantemente Gabriel Miró (el mismo que alumbró ese obispo leproso y bondadoso que marca un hito en la historia de la literatura española). Huele a canela y miel, esta sirena mediterránea y voluptuosa. Otro leproso (si, leproso aunque a ella no le guste demasiado que se denomine como tal) ha venido al encuentro de esta bella sirena desde el lejano norte, tan distinto, tan igual (porque las geografías se diferencian en las personas que las habitamos, nada más). La sirena es una sirena sabia, que conoce el mundo y quien lo habita, con sus grandezas y debilidades. La sirena, como la de Casona, pretende, quizás inútilmente, huir del mundo en el que le tocó vivir, y usa su portentosa imaginación para construir rincones más amables donde habitar.
El leproso pasa los días imaginando la dulzura de la sirena, a la que ya considera su amiga del alma. No es que sepa demasiado de la sirena (por ejemplo, nunca ha podido oír su voz, ni tocar su piel de porcelana, ni sentir su perfume, ignora su edad, su profesión -aunque sabe que ha cumplido años recientemente- y, quizás, sea mejor así, porque una sirena imaginada nunca decepciona, aunque el leproso mantiene la esperanza de que esta querida Sirena Varada, jamás llegará a desilusionarle).
Este leproso y esta sirena viven unidos (en la distancia) por el mutuo cariño y la común monstruosidad. Si, son diferentes, especiales, distintos. Personajes de Diane Arbus, la monstruosidad de ella se sustancia en su sobrehumana bondad; la de él es evidente y no necesita mayor explicación, lo único que tiene que explicar es que, sin haber rozado jamás su piel, ha llegado a quererla de verdad.
Porque, conociéndose sólo en la distancia, el leproso y la sirena están unidos por un cúmulo de inquietudes comunes, de cariño, de “besos a montones”, de un aprecio sincero y una ternura intensa que tiene mucho de carnal (es lo que tiene la imaginación, para la que nunca puede haber barreras ni restricciones, ya lo decían Buñuel y su “divino” Marqués).
Black Bag: Sexo, mentiras y espías
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Anoche, después de muchísimos meses, quizá años, pude ver en el cine una
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Hace 4 días