la emperatriz cuando todavía era una princesita; ya apuntaba maneras
El "palacio" de la Emperatriz, por la noche
A mi querida compi, Montse
Como casi todas las princesas de cuento, la emperatriz del Infanzón es rubia. La emperatriz es una vieja (no tan vieja, no tan vieja...) dama de alcurnia, que vive en su pequeño palacio a las afueras de la ciudad. Su cabello todavía rubio hace juego con unos ojos glaucos. Sé que tiene un perro glotón, al que, si unos malvados felones asaltasen su “castillo”, podrían sobornar con facilidad, ofreciéndole galletas u otras golosinas, porque a “Poly”, que es un bonachón, se le conquista fácilmente por el estómago.
La “Emperatriz” es muy coquetuela, y gusta de hacerse menos de lo que vale, quizás para que todos acudamos a levantarle el ánimo, ensalzando un talento que en verdad si existe. Se hace llamar la vieja compañera del curso, y otras cosas así (la pesada, la inútil...), creo que para obligarnos a repetirle que no es ni lo uno ni lo otro. Creo que fue Manolo el que, en un momento de inspiración de los que en él son habituales, y en un curso anterior, la bautizó de esta manera, que, por cierto, resume de forma tan acertada como brillante (típico del talento de Manuel), la esencia de su personalidad (por cierto, ella insistía siempre en que yo también le pusiese un nombre de mi cosecha, pero decliné su invitación pues mi imaginación no se sentía capaz de igualar siquiera el genial sobrenombre que Manolo se inventó para ella).
La emperatriz ha tenido una vida azarosa, aunque, por una u otra razón, nunca me la ha acabado de contar del todo.
Porque, a veces se esconde, cosas poco claras, tras el nombre de Gadea, y a veces no.
Esta “doble” personalidad ha llegado a desconcertarme del todo, tengo que confesar. Espero que, aunque a mí no me guste meterme en vidas ajenas, alguna vez me lo pueda aclarar (simple y cochina curiosidad, ya saben).
La Emperatriz tiene todavía una voz cristalina, y una dicción de envidia, sobre todo para mí, que como el compañero Alberto leo mis relatos de forma atropellada (y atolondrada), como si tuviese prisa por acabar rápido, y en verdad la tengo, pero ¿qué se le va a hacer? Es una demostración más de mi timidez insuperable, supongo. Muchas veces, atenazado por el miedo, estuve a punto de pedirle que leyera mis relatos, pues estaba seguro de que en su hermosa voz ganarían mucho; pero jamás me atreví. Cosas, otra vez, de mi impar apocamiento, también deberían saberlo
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