jueves, 1 de octubre de 2009

UN GRAN MELODRAMA


He visto la unánimemente alabada “El secreto de sus ojos”. Y me uno al coro de admirados. Es un melodrama denso, redondo. Una historia que conmueve. Incluso sus excesos (ese final que no desvelaré, por ejemplo) acaban siendo bien digeridos y no chirrían.
Es una película de actores (Darín y Villamil están espléndidos, enamoran, lo suyo acaba siendo mucho más que la recurrente “tensión sexual no resuelta”. Hay miradas gestos, complicidades... hasta esa “Lubitschiana” puerta que tras la que todo se resuelve...)
No es una comedia como la excelente “El hijo de la novia”, pero el humor sirve de contrapeso al drama (denso, durísimo) de forma perfecta.
También es una historia terrible, enmarcada en los peores años de la ominosa dictadura argentina, en los que se cometieron las mayores atrocidades impunemente.
El mal, un mal absoluto, sin matices ni “relatividades” y la venganza, justiciera, morosamente planificada, son dos de los ejes en torno a los que se articula la función. El otro es el amor. Como el mal, el amor no puede ser si no absoluto, eterno, inapelable. Benjamín Expósito (Un Ricardo Darín que se consolida como el gran actor argentino del momento, a la altura de sus “mayores”, Luppi o Alterio) nunca olvidó cómo llegó hace 25 años a un juzgado de Buenos Aires, y conoció a una joven y guapa ayudante del fiscal, Irene (colosal Soledad Villamil). Cómo se fue enamorando de ella, y cómo ese amor nunca acabó de fructificar. Ahora, 25 años después, Benjamín se reencuentra con Irene, tras volver de su forzoso retiro en Jujuy y olvidarse de Buenos Aires una larga temporada, donde las circunstancias lo relegaron. Benjamín no ha olvidado. La memoria, algo fundamental en esta trama, sigue intacta. El amor nunca materializado, también.
No ha olvidado, ni quiere ni puede, cómo las circunstancias lo alejaron de Buenos Aires y de Irene. Necesita recordarlo. Necesita plasmarlo en papel. Está convirtiendo los ominosos hechos que lo empujaron al “exilio jujeño” en una novela. Indagar en esos hechos da sentido a su vida. Y el reencuentro con Irene, claro. Recordar es doloroso, no obstante. Benjamín ha perdido mucho en el trayecto. Ha perdido la inocencia. Ha perdido a su amigo del alma, Sandoval (Guillermo Francella, excelente en su papel de borracho lúcido y desencantado, contrapunto cómico del protagonista, un papel que en “El hijo de la novia” Campanella le adjudicó al gran Eduardo Blanco).
Benjamín necesita recuperar “el tiempo perdido” para darle sentido a una vida que ha ido deslizándose por el sendero de la inanidad. Lo hace, recordando, reconstruyendo un pasado terrible. Y plasmándolo en papel. La indagación le lleva a reencontrarse con Morales (Pablo Rago), el novio de la víctima del crimen atroz que origina el relato, y así descubrir finalmente la hiperbólica venganza a la que este hombre aparentemente pequeño ha dedicado toda una vida. Porque aclarar ese crimen, que se sitúa en la convulsa Argentina previa al golpe del 76, la Argentina podrida de Isabelita y López Rega, la Argentina convulsa de los Montoneros y la Triple A, se convertirá en la misión que de sentido a su vida. Una vida que llevaba camino de instalarse en la mediocridad, de no ser por la luminosa aparición de Irene que 25 años atrás fue capaz de darle la vuelta completamente a la vida de Benjamín. Irene es el amor inalcanzable, que sólo ha podidito ir tomando cuerpo con miradas cómplices, pieles que apenas se rozan fugazmente, frases sobreentendidas de las que sólo los protagonistas tienen la clave (ese “pánfilo” lleno de cariño que ella le acaba llamando, envolviéndolo con la dulzura infinita de su mirada). Un amor que es también dolor ante su imposibilidad, anhelo, deseo nunca satisfecho, que sólo se acabará resolviendo con infinita elegancia tras una puerta que se cierra, y que permite salir del cine con la sensación de que no todo es dolor y desesperación, de que no todo está perdido...
La película se basa en una novela de Eduardo Sacheri, que no conozco. Pero Campanella dota al buen guión del que se co-responsabiliza con Sacheri precisamente, de inapelables valores cinematográficos en forma de sobreentendidos, miradas, roces...
En resumen: creo que estamos ante una de las grandes películas del año. Conmovedora y maravillosa síntesis de una de las grandes tragedias del siglo XX.