martes, 20 de enero de 2009

LA SIRENA Y EL LEPROSO

A mi sirena imposible del Mediterráneo

Mi lengua titila sobre la erecta rugosidad del pezón. Luego mi boca naufraga en las profundidades abisales de su ombligo. Su piel de porcelana se transforma un poco más al sur en escamas húmedas, viscosas, estériles. Pero es tal la belleza nacarada que la sirena concentra en el resto (femenino) de su cuerpo hermosísimo, que no importan las escamas estériles, ni la frustración que conlleva la parte inferior de ese cuerpo hermosamente monstruoso.
La sirena vive en Oleza, esa Oleza barroca de caramelones, Salzillos, y sensuales semanas santas, que imaginara tan brillantemente Gabriel Miró (el mismo que alumbró ese obispo leproso y bondadoso que marca un hito en la historia de la literatura española). Huele a canela y miel, esta sirena mediterránea y voluptuosa. Otro leproso (si, leproso aunque a ella no le guste demasiado que se denomine como tal) ha venido al encuentro de esta bella sirena desde el lejano norte, tan distinto, tan igual (porque las geografías se diferencian en las personas que las habitamos, nada más). La sirena es una sirena sabia, que conoce el mundo y quien lo habita, con sus grandezas y debilidades. La sirena, como la de Casona, pretende, quizás inútilmente, huir del mundo en el que le tocó vivir, y usa su portentosa imaginación para construir rincones más amables donde habitar.
El leproso pasa los días imaginando la dulzura de la sirena, a la que ya considera su amiga del alma. No es que sepa demasiado de la sirena (por ejemplo, nunca ha podido oír su voz, ni tocar su piel de porcelana, ni sentir su perfume, ignora su edad, su profesión -aunque sabe que ha cumplido años recientemente- y, quizás, sea mejor así, porque una sirena imaginada nunca decepciona, aunque el leproso mantiene la esperanza de que esta querida Sirena Varada, jamás llegará a desilusionarle).
Este leproso y esta sirena viven unidos (en la distancia) por el mutuo cariño y la común monstruosidad. Si, son diferentes, especiales, distintos. Personajes de Diane Arbus, la monstruosidad de ella se sustancia en su sobrehumana bondad; la de él es evidente y no necesita mayor explicación, lo único que tiene que explicar es que, sin haber rozado jamás su piel, ha llegado a quererla de verdad.
Porque, conociéndose sólo en la distancia, el leproso y la sirena están unidos por un cúmulo de inquietudes comunes, de cariño, de “besos a montones”, de un aprecio sincero y una ternura intensa que tiene mucho de carnal (es lo que tiene la imaginación, para la que nunca puede haber barreras ni restricciones, ya lo decían Buñuel y su “divino” Marqués).

jueves, 1 de enero de 2009

¡MENUDA NOCHEVIEJA!

“¡Quiero marchaar!, ¡ayudadme!”, grita un inválido inútilmente desde su silla de ruedas. “Echadme, echadme”, apostilla otro, irascible. Suenan, incomprensiblemente canciones de Mari Trini, “bueno, mejor que villancicos...” apostilla mi amigo ante mi perplejidad. El “alcalde”, imbuido de su papel “presidencial” (y quizás un tanto achispado) descorcha sucesivas botellas de cava. El que hace un momento “quería desesperadamente” marchar, tras ingerir unas copas (dos o tres) del dorado líquido, entra en una inhabitual fase de locuacidad y exaltación de la camaradería, y sostiene que antes a él le gustaba la “drogaina”, y había probado ya de todo. A mi, me duele cada vez más el pie, y solicito ayuda para subir a acostarme. Ha sido un mal día, y estoy de mal humor. Si esta absurda celebración prefigura el próximo año, habrá que buscar dónde esconderse.
Y, encima, todos un año más viejos.
¡Qué depresión!