lunes, 27 de diciembre de 2010

LEONARD COHEN


Es nochebuena, la jodida nochebuena. Cenamos marisco y cordero. No me gustan ni el marisco ni el cordero. En cima villancicos. Alegría forzosa. Me refugio en el cava. Circula generosamente. Un día es un día.
Dos copas de cava y ya estoy “achispado”, lo que es la falta de costumbre. En el salón de la residencia suena al inevitable en estas fechas, Raphael, atacando otra vez “El Tamborilero”. Me saca de cualquier duda. Me voy arriba.
En mi habitación, al menos, hay silencio. Tras echar un vistazo a mi correo, me ayudan a acostarme. Por pura inercia, desde la cama enciendo la tele. Busco mi cadena favorita, la 2. Están echando “Gremlins”. La vi cuando se estrenó, hace muchos años. Quizás demasiados. De todo hace demasiado tiempo ya. Me siguen resultando simpáticos esos “Gremlins” “malos”, tan “políticamente incorrectos”, tan dionisiacos. Pero estoy cansado. Como casi todos los días me dejo llevar, y me duermo con la televisión encendida, me quedo “traspuesto”. Al rato, no se por qué, comienzo a despertarme. Una voz conocida me arrulla desde la televisión. Una voz grave. Un anciano de cabello ceniciento, bellas arrugas en su rostro cansado, indumentaria sobria en tonos grises y negros, entona “Everybody knows” y la habitación se tiñe de melancolía. Y todo el mundo sabe que, en el fondo, no sabe, nadie puede saber; Y Suzanne, esa mujer medio loca que deambula al lado de un río de curso incierto. Y esa desesperanzada “Aleluya” colmada de sabio escepticismo. Siempre me gustó Leonard Cohen. Ese viejo y sabio “rabino” canadiense de voz susurrante. Lo asocio con antros llenos de humo, donde se fuma profusamente, y los perdedores de siempre trasegamos nuestra ración diaria de alcohol.
Leonard no es quizás lo más adecuado para “levantar el ánimo”, pero en estas horribles fechas dominadas por el mal gusto y la alegría obligatoria, no viene mal un poco de poesía inteligente y buena música. Seré un “bicho raro” pero a mi, despertarme en la madrugada de navidad con sus canciones tristes me reconfortó.
Yo soy así.

sábado, 18 de diciembre de 2010

EL FUNERAL

Ayer murió mi tío Elías. Mis abuelos le pusieron Valentín Elías, pues había nacido un 14 de febrero de 1915, y, por lo visto, era costumbre añadir el santo del día al nombre escogido para el recién nacido. No llegó, pues, a cumplir la provecta edad de 96 años. Le faltaron, apenas, un par de meses.
Como hacía buen día me animé coger un autobús adaptado y desplazarme hasta el tanatorio. Al fin y al cabo, era el único hermano (varón) que le quedaba vivo a mi madre. De 9 hermanos, sólo sobreviven mi madre y mi querida tía Chala, si bien con los problemas de salud más o menos graves que son inevitables cuando se empiezan a sobrepasar ciertas edades (mi madre era la pequeña de nueve hermanos, y está a punto de cumplir 85 años, y que no se entere de que ando publicando su edad, porque el otro día, en el hospital de Cabueñes, donde estuvo brevemente ingresada por sus crónicos problemas circulatorios y dermatológicos, me reconvino con una altivez que le desconocía, por “redondear” su edad, y levantando el dedo, sentenció “84, todavía 84”, como si hasta el 22 de diciembre, fecha de su cumpleaños, mediase una eternidad).
En el funeral, me encontré con familiares cuyos rostros casi había olvidado. Pude constatar lo que nos parecemos todos los Tuero pues, como a algunos de mis primos hacía mucho que no los veía, acababa confundiéndolos e intercambiándoles los nombres.
Mis recuerdos de mi tío Elías no son demasiado abundantes: su viudedad temprana, el dedo anular que había perdido en una sierra donde trabajó en su juventud, el puro que se fumaba cuando acompañaba a su nieto (el actual concejal de deportes de Gijón) al fútbol, y los relatos que mi madre extraía de las brumas de su memoria y que pintaban a un Elías joven, presumido (tardaba siglos en acicalarse cuando tenía que salir a algún lado), galante y leal.
Elías combatió (y perdió) en la guerra civil; fue, en aquellos años turbulentos, un joven y apasionado militante de izquierdas -mi madre recuerda todavía los pañuelos rojos que tanto él como sus hermanos, se anudaban al cuello en aquellos días tormentosos, como símbolo del partido que habían tomado (es curioso que la militancia de izquierda, unió a muchos kilómetros de distancia, a las dos ramas de mi familia, materna y paterna, en el bando a la postre perdedor, y, en buena medida determinó mi propia posición política durante muchos años; luego, mi racionalismo me ha ido moviendo a verlo todo con el crítico escepticismo con el que básicamente ahora me enfrento a la realidad que me rodea)-.
Casualidades de la vida, sí conocía a ciencia cierta al cura que ofició la misa. Daba clase de religión en mi instituto, cuando yo, como buen ateo que desde que empecé a tener “uso de razón” me he considerado, escogí ética. “En el pecado llevé la penitencia”, pues el profesor de ética que me tocó ¿en suerte? resultó ser otro cura, pero este de ideas extremadamente retrógradas, que usaba las clases de Ética, para intentar inculcarnos la doctrina más rancia del “Opus Dei”, limitándose a cambiar la palabra “pecado” por el término “éticamente reprobable”; así el aborto, el divorcio, las relaciones prematrimoniales, el uso de anticonceptivos (estamos en 1981) eran consideradas, ¡qué casualidad!, no ya pecado, si no simplemente “éticamente reprobables” mediante los argumentos más peregrinos; mientras que el bueno de Chus, un cura abierto, tolerante y campechano, formado en el Concilio Vaticano II, se mostró siempre flexible, cercano y comprensivo con cualquiera de esas “debilidades” humanas.
Por otro lado, Chus podía implicarse con sus alumnos de una forma que llegaba a ser absoluta y generosísima (me acuerdo que acogía en su parroquia a los jóvenes con más problemas, uno de ellos, mi ex cuñado, que estuvo a punto de dejarse resbalar por el precipicio de la heroína, tan en boga en aquellos años).
Pues bien, mientras Amalio Bayón (el profesor de ética que me tocó en desgracia) se ha instalado cómodamente en la jerarquía del Arzobispado de Oviedo, al bueno de Chus (recuerdo que los adolescentes del instituto, le apodábamos, quizás en virtud de su barba, “Chus, el mesias”, así sin acentuar la “i”) prosigue su oficio en una humilde parroquia rural (casualmente, la del pueblo de mi madre).

Las palabras que sirvieron de despedida a mi tío, iban en ese sentido, el de una religiosidad humanista, abierta y tolerante, con la que algunos ateos y escépticos irredentos (como es mi caso) podríamos llegar, al menos, a dialogar.