Cuando abrió los ojos pudo constatar dos hechos que emergían entre las brumas de su cerebro aturdido: primero, que había conseguido escapar de las tinieblas que lo retuvieron durante tres meses, (bueno, de eso se cercioraría en realidad bastante después), y segundo, que no estaba solo. De algún modo sabía que ella no podía haberlo abandonado. En efecto, con enorme trabajo consiguió girar su cabeza hacia la izquierda, y allí se le apareció, a unos dos metros de distancia, en una cama de lo que parecía la habitación de un hospital.
Lo último que difusamente recordaba era su desazón cuando llegó a casa, y la encontró echada en la cama, la ropa desordenada, la bata abierta, descuidada, dejando escapar sus pechos ubérrimos y nacarados; Luego su intento desesperado de pedir ayuda por teléfono, no sabía a quién, a un médico, a una ambulancia, a quién fuera, y su propio lento desvanecimiento, las malditas tinieblas que sin dolor se iban apoderando de él, sumiéndolo en un sueño que pudo ser letal
En el hospital, porque era un hospital, de eso empezaba a estar seguro, intentó llamarla, decir algo, pero no pudo: por alguna razón el aire se le escapaba misteriosamente sin transformarse en sonido ninguno. Era un horrible despertar, tenía que ser una pesadilla, tanto horror no podía ser cierto..., pero lo era. De alguna manera supo que aquello era la realidad, su realidad a partir de aquel fatídico instante. Se percató que no podía moverse, apenas girar la cabeza a los lados. Sin embargo su consciencia no parecía muy afectada por el desastre, cualquiera que hubiese sido este. Deseó que el personal del hospital los hubiese colocado más cerca. Constató cuánto la necesitaba. La distancia de apenas dos metros que los separaba se le antojaba insoportable. Deseaba el contacto de su piel voluptuosa, de su brazo, de su muslo, de su pierna, del calor y frío de un cuerpo ajeno, y a la vez conocido, aunque sólo fuese para yacer tendido quieto pegado a ella, sin hacer nada más
Pronto comenzó el desfile de visitas: llegó su padre, lo reconoció al instante. Lo contempló con ternura mientras observaba como lágrimas indisciplinadas surcaban en silencio las arrugas de su rostro venerable. Cuánto había envejecido en el poco tiempo que llevaba sin verlo. Se sintió culpable. Luego llegó su madre. Tampoco le costó reconocerla, tan pequeñita y cariñosa como siempre, disimulando las lágrimas, que ella rara vez dejaba escapar.
Y se fueron sucediendo más visitas: amigos, familiares, conocidos…, pero él deseaba que se marchasen pronto, que le dejasen contemplar su cielo en exclusiva, que les dejasen solos de una vez para poder amarse en silencio, a dos metros de distancia, que a veces parecían miles de kilómetros, y a veces sólo unos milímetros.
Lo último que difusamente recordaba era su desazón cuando llegó a casa, y la encontró echada en la cama, la ropa desordenada, la bata abierta, descuidada, dejando escapar sus pechos ubérrimos y nacarados; Luego su intento desesperado de pedir ayuda por teléfono, no sabía a quién, a un médico, a una ambulancia, a quién fuera, y su propio lento desvanecimiento, las malditas tinieblas que sin dolor se iban apoderando de él, sumiéndolo en un sueño que pudo ser letal
En el hospital, porque era un hospital, de eso empezaba a estar seguro, intentó llamarla, decir algo, pero no pudo: por alguna razón el aire se le escapaba misteriosamente sin transformarse en sonido ninguno. Era un horrible despertar, tenía que ser una pesadilla, tanto horror no podía ser cierto..., pero lo era. De alguna manera supo que aquello era la realidad, su realidad a partir de aquel fatídico instante. Se percató que no podía moverse, apenas girar la cabeza a los lados. Sin embargo su consciencia no parecía muy afectada por el desastre, cualquiera que hubiese sido este. Deseó que el personal del hospital los hubiese colocado más cerca. Constató cuánto la necesitaba. La distancia de apenas dos metros que los separaba se le antojaba insoportable. Deseaba el contacto de su piel voluptuosa, de su brazo, de su muslo, de su pierna, del calor y frío de un cuerpo ajeno, y a la vez conocido, aunque sólo fuese para yacer tendido quieto pegado a ella, sin hacer nada más
Pronto comenzó el desfile de visitas: llegó su padre, lo reconoció al instante. Lo contempló con ternura mientras observaba como lágrimas indisciplinadas surcaban en silencio las arrugas de su rostro venerable. Cuánto había envejecido en el poco tiempo que llevaba sin verlo. Se sintió culpable. Luego llegó su madre. Tampoco le costó reconocerla, tan pequeñita y cariñosa como siempre, disimulando las lágrimas, que ella rara vez dejaba escapar.
Y se fueron sucediendo más visitas: amigos, familiares, conocidos…, pero él deseaba que se marchasen pronto, que le dejasen contemplar su cielo en exclusiva, que les dejasen solos de una vez para poder amarse en silencio, a dos metros de distancia, que a veces parecían miles de kilómetros, y a veces sólo unos milímetros.
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