Cubría
su desnudez con una bata negra con motivos “japoneses”. Estábamos en su casa
(bueno, en casa de sus padres). En el escote de la bata afloraban unos pechos
largos (o esa era la impresión que me
daban, quizás por estar libres del sujetador y haber ingerido yo, aquella tarde, una
generosa ración de alcohol).
Retozábamos
por la casa de sofá en sofá, acariciándonos, besándonos, las lenguas ávidas del
cuerpo del otro, ella cabalgando sobre mis rodillas, yo buscando su sexo con
mis labios, con mis dientes, sin dedos suficientes en mis manos nerviosas para
tanto manjar, persiguiendo como dos desesperados el orgasmo liberador.
Metíamos, sacábamos. Pugnábamos enloquecidos buscando el placer. No lo
acabábamos de encontrar. Entonces, insistíamos. Y en esa desaforada lucha se
sustanciaba nuestro placer.
Y entonces, ella
desapareció de mi vida. Y eso me empujó a, cual abeja (del orden de los zánganos,
habría que decir) picotear de flor en flor, de cama en cama, en busca de un
néctar que ya nunca volvería a disfrutar
2 comentarios:
Vamos a ver, alma de cántaro. Si ella estaba cabalgando sobre tus rodillas mientras tú buscabas su sexo con los labios, una de dos: O los pechos de ella no era lo más largo que ella tenía o eres tú el que tiene más morro que un oso hormiguero.
Un abrazo, pecador.
Tengo más morro que un oso hormiguero, si te sirve de aclaración.
Y mi problema es que no paseo lo suficiente por Ganímedes, que peco más de palabra que de obra.
Otro abrazo, que todavía son gratis
Publicar un comentario