Es este un cuadro que desde siempre, vamos desde mi ya lejana adolescencia en que lo descubrí en las páginas de una enciclopedia de Historia del Arte propiedad de mi padre, ejerció sobre mí una tremenda fascinación.
Durante unos días, recuerdo, las visitas a la estantería del salón en que reposaba, y creo sigue reposando, la Enciclopedia eran constantes.
Me introducía sigilosamente en la estancia, como si fuese un ladrón en mi propia casa, mirando a izquierda y derecha, procurando no hacer ruido y, cuando estaba seguro de que nadie me podía sorprender, agarraba el voluminoso tomo, lo habría por la página 43, y allí me encontraba con aquella perturbadora imagen con la que aquel niño experimentaba sensaciones nuevas y, por aquel entonces, inexplicables pero, sin duda, maravillosas y placenteras.
Asociaba, entonces, aquella maravillosa imagen al pecado, a lo prohibido. Aquel coño, ahora lo puedo nombrar, entonces, preadolescente ignorante, no sabía muy bien lo que era, rotundo, inquietante, me seducía, o más bien me abducía como el misterio que entonces representaba (y sigue representando ahora) para mí la mujer. Adivinaba ya, en aquella imagen, el poder telúrico y misterioso que la mujer esconde en el centro mismo de su femineidad.
Ese triángulo rotundo de vello espeso, bajo el que se adivina la hendidura que es, ciertamente, el origen de todo lo humano. Sí, entre esas piernas blanquísimas, descaradamente abiertas, y bajo ese triángulo de vello espeso y negro, del que la vista no se puede apartar, se encuentra el misterio del origen de la humanidad. Ciertamente este coño tan rotundo que pintó Courbet, y que nos atrae tanto como nos incomoda, aunque nunca conozcamos el rostro de su propietaria, o quizás por eso mismo, es el auténtico origen del mundo. Por su extrema carnalidad, por su carácter auténticamente pornográfico (1), en este cuadro genial está el origen de todo lo humano, de la belleza y de la fealdad, de lo sublime y lo vulgar, del espíritu y la carne: este cuadro, perturbador, magnífico, zarandea nuestras conciencias, y nos hace pensar y sentir, es un auténtico revulsivo, ha alcanzado la eternidad (pintado en 1866, se nos impone, como una bofetada, en su eterna actualidad).
La pintura, que tras muchos avatares, parece haber encontrado acomodo definitivo en el museo D´Orsay de París, fue, parece ser, producto de un encargo del diplomático y coleccionista turco Khalil Bey, y la historia que va desde su ejecución por Courbet a su actual y parece
que definitiva, ha dado para un libro entero: “El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet”, de Thierry Sabatier, que, sin duda, sería un regalo muy apropiado para estas fechas (si alguien me lo quiere regalar, acertaría de pleno. Como veis mi rostro se caracteriza por una dureza cada vez más pétrea, je, je).
Publicaba mi amigo (virtual) mallorquín, Horrach (http://horrach.blogspot.com/) el pasado 7 de diciembre, una entrada, “La pintura holandesa que emerge del subsuelo”, en que se confesaba abochornado, por la escasa atención que, según él, le había prestado hasta entonces, a la pintura en su blog. Más sangrante, sin duda, es mi caso: me licencié hace ya demasiados años en Historia del Arte y, desde que este rincón de la bloggosfera se puso en marcha, creo que es la primera vez que me detengo a comentar una pintura: imperdonable, prometo rectificación.
Este será el primero, espero que, como casi siempre, no se imponga mi inefable pereza, de una serie de modestas reflexiones, o críticas, sobre algunas de las obras que en pintura, escultura o arquitectura (y si excluyo al cine es porque alguna crítica cinematográfica sí acostumbraba a realizar). Seguirán, anuncio, más disquisiciones sobre determinadas obras de la Historia del Arte que, por su singularidad o especial significado para mí, merezcan alguna reflexión. A lo que no me puedo comprometer es a mantener regularidad al respecto: conocéis mi debilidad, y mi innata tendencia a la dispersión. Así que os pido perdón por anticipado.
(1).-Para mí esta palabra no tiene, en ningún caso, carácter peyorativo. La utilizo con ánimo meramente descriptivo.
Durante unos días, recuerdo, las visitas a la estantería del salón en que reposaba, y creo sigue reposando, la Enciclopedia eran constantes.
Me introducía sigilosamente en la estancia, como si fuese un ladrón en mi propia casa, mirando a izquierda y derecha, procurando no hacer ruido y, cuando estaba seguro de que nadie me podía sorprender, agarraba el voluminoso tomo, lo habría por la página 43, y allí me encontraba con aquella perturbadora imagen con la que aquel niño experimentaba sensaciones nuevas y, por aquel entonces, inexplicables pero, sin duda, maravillosas y placenteras.
Asociaba, entonces, aquella maravillosa imagen al pecado, a lo prohibido. Aquel coño, ahora lo puedo nombrar, entonces, preadolescente ignorante, no sabía muy bien lo que era, rotundo, inquietante, me seducía, o más bien me abducía como el misterio que entonces representaba (y sigue representando ahora) para mí la mujer. Adivinaba ya, en aquella imagen, el poder telúrico y misterioso que la mujer esconde en el centro mismo de su femineidad.
Ese triángulo rotundo de vello espeso, bajo el que se adivina la hendidura que es, ciertamente, el origen de todo lo humano. Sí, entre esas piernas blanquísimas, descaradamente abiertas, y bajo ese triángulo de vello espeso y negro, del que la vista no se puede apartar, se encuentra el misterio del origen de la humanidad. Ciertamente este coño tan rotundo que pintó Courbet, y que nos atrae tanto como nos incomoda, aunque nunca conozcamos el rostro de su propietaria, o quizás por eso mismo, es el auténtico origen del mundo. Por su extrema carnalidad, por su carácter auténticamente pornográfico (1), en este cuadro genial está el origen de todo lo humano, de la belleza y de la fealdad, de lo sublime y lo vulgar, del espíritu y la carne: este cuadro, perturbador, magnífico, zarandea nuestras conciencias, y nos hace pensar y sentir, es un auténtico revulsivo, ha alcanzado la eternidad (pintado en 1866, se nos impone, como una bofetada, en su eterna actualidad).
La pintura, que tras muchos avatares, parece haber encontrado acomodo definitivo en el museo D´Orsay de París, fue, parece ser, producto de un encargo del diplomático y coleccionista turco Khalil Bey, y la historia que va desde su ejecución por Courbet a su actual y parece
que definitiva, ha dado para un libro entero: “El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet”, de Thierry Sabatier, que, sin duda, sería un regalo muy apropiado para estas fechas (si alguien me lo quiere regalar, acertaría de pleno. Como veis mi rostro se caracteriza por una dureza cada vez más pétrea, je, je).
Publicaba mi amigo (virtual) mallorquín, Horrach (http://horrach.blogspot.com/) el pasado 7 de diciembre, una entrada, “La pintura holandesa que emerge del subsuelo”, en que se confesaba abochornado, por la escasa atención que, según él, le había prestado hasta entonces, a la pintura en su blog. Más sangrante, sin duda, es mi caso: me licencié hace ya demasiados años en Historia del Arte y, desde que este rincón de la bloggosfera se puso en marcha, creo que es la primera vez que me detengo a comentar una pintura: imperdonable, prometo rectificación.
Este será el primero, espero que, como casi siempre, no se imponga mi inefable pereza, de una serie de modestas reflexiones, o críticas, sobre algunas de las obras que en pintura, escultura o arquitectura (y si excluyo al cine es porque alguna crítica cinematográfica sí acostumbraba a realizar). Seguirán, anuncio, más disquisiciones sobre determinadas obras de la Historia del Arte que, por su singularidad o especial significado para mí, merezcan alguna reflexión. A lo que no me puedo comprometer es a mantener regularidad al respecto: conocéis mi debilidad, y mi innata tendencia a la dispersión. Así que os pido perdón por anticipado.
(1).-Para mí esta palabra no tiene, en ningún caso, carácter peyorativo. La utilizo con ánimo meramente descriptivo.
2 comentarios:
Ole tu coño!!
...digo ole tus huevos!!
;)
saludos
Saludos, Atikus...
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