Ayer volví al cine con Emi. En realidad, como sabéis, esto (lo del cine) ha sido mas bien una disculpa para verla con relativa asiduidad. Pero ayer todo salió mal. Me contó que estaba muy angustiada porque la “inútil” de la agencia de viajes la había llamado para decirle que la reserva que había echo para Buenos Aires se había cancelado. Yo ya la había llamado para ir al cine, para ver “Un toque de canela” (Tassos Voulmetis, 2003), una deliciosa y “gastronómica” película griega, que tiene a mi siempre soñada Estambul como protagonista.
Antes de entrar a la proyección, desesperada, volvió a llamar a la agencia. Yo la observaba en la distancia. Advertí que, en un momento dado, la crispación de su rostro se relajaba (parecía aliviada, aunque todavía su rostro transmitía cierta preocupación). Entonces me contó lo que pasaba: tenía que pasarse por la agencia (que está en el otro extremo de Gijón) antes de las 8 de la tarde porque le podían solucionar el problema. “Te dejo en la película y me voy, luego regreso a recogerte para volver a la residencia. Estoy echa un flan por culpa de la inútil esta”.
“O sencillamente no te vayas, quedate conmigo y se acabó el problema”, le respondí presa de la mayor agitación.
“Tengo que irme, lo siento”, me dio un beso en la mejilla (que esta vez me quemó como una traición) y se fue.
Me quedé sólo viendo el film. Contemplaba la historia (no es una obra maestra, pero si una película agradable de ver, que a mi me recordó, salvando las distancias, a la extraordinaria “El marido de la peluquera” -Patrice Leconte, 1990- ), pero el caso es que yo no la disfruté en absoluto (no podía pensar más en que ella se iba sin remedio, y que yo no parecía significar nada, ni importarle lo más mínimo).
Comprendí que me había ganado a pulso el calificativo de “patético”, y esto me mortificaba. Como suele sucederme en momentos así, todo me parecía relacionado con mi desgracia. La película cuenta la historia de un turco de origen griego (George Correface) que tras muchos años reencuentra al amor de su infancia casada con un antiguo conocido suyo, y de cómo, en el momento crucial, ella elige quedarse con su marido, en vez de retomar la añeja relación infantil como el protagonista le propone. La lágrima que corría por la mejilla del actor griego en el plano final de la película tuvo, como podéis imaginar, correlato exacto con la que ya se deslizaba por mi cara (de idiota, añadiría yo).
Pero lo peor (o lo más ridículo) todavía no había llegado. Al acabar la película sonó mi móvil. Era ella. Había un concierto de jazz en el patio, y no se la entendía bien. Pero deduje que me llamaba desde el autobús y que ya estaba llegando. Que la esperase en la cafetería, o algo así.
Sin pensarlo más, y en un estado de ánimo bastante alterado, me dirigí a la cafetería. La puerta estaba entreabierta. He ido montones de veces a esa cafetería (pues, como todo el Antiguo Instituto es un ejemplo de accesibilidad universal). Recordaba que si consigues empujar la pesada puerta de cristal hasta un determinado “tope” esta se mantiene abierta sin ningún problema. Obnubilado como estaba, intenté abrirla más empujándola con los pies (no se me ocurrió pedir ayuda, como hubiese sido lo lógico). Noté que la puerta cedía con facilidad y seguí empujando hasta que sonó una “explosión” y la resistencia cedió por completo. Alucinado, observé como el cristal se hacía añicos y comenzaba lentamente a desplomarse. Cientos de pequeños fragmentos de vidrio caían sobre mis manos (tranquilos, milagrosamente no sufrí ningún corte) a la vez que los clientes del local (entre los que distinguí rapidamente a Emilia-“lo hice yo solito”, le dije con una mezcla de azoramiento, “tierra, trágame” y el estúpido orgullo de quien cree haber realizado, una hazaña- salían alarmados por el estruendo del café).
Mientras observaba los cristales caer lentamente, me di cuenta que no sólo había “estallado” la puerta de cristal de la cafetería del Antiguo Instituto Jovellanos, si no todas las estúpidas esperanzas que tenía con Emi.
Aunque en la despedida, ya en la residencia, su beso (en la mejilla, ¿qué os creíais?) me pareció más largo y cálido, adivinaba en él más compasión y mala conciencia que otro sentimiento.
Aunque me ha dicho que se va por un solo mes (parece un caso de pasional “encoñamiento” con el argentino dichoso, que no hace más que hacerla sufrir), el episodio de la puerta me ha “abierto los ojos”.
No me acuerdo bien quién de vosotros me recomendaba en algún comentario a anteriores entradas que “la dejase ir, que lo que tenga que ser, será”.
Por mi parte, pienso aplicarme escrupulosamente esta recomendación. Porque como me dice mi gran amiga “Sirena Varada” (http://mundodesolos.blogspot.com) “Nadie merece tus lágrimas, y quien las merezca no te hará llorar”.
Definitivamente, como habéis podido comprobar, y como yo me temía, NO hubo final feliz, no.
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Hace 4 días
4 comentarios:
Vaya, un día para olvidar por lo que veo, pues si quizas el comentarío de tu amiga tambien esta bien eso de olvidarla también a ella si te hace pasarlo tan mal, lo malo que eso es jodidamente dificil, su dice que un clavo se quita con otro (eso no se si es buenna solución) o que el tiempo y la distancia son buenas medicinas.
Pues eso, animo y cuidado con las puertas hombre ;)!!
un abrazo!
Pues no se que tendré yo con los 5 de noviembre.Que sucediese este episodio tragicómico me ha hecho olvidar el post que tenía preparado para este día, dedicado al 16 aniversario de mi fracasada boda.
Los 5 N, mejor no salir de casa: te casas, te caen puertas encima, enfin...
que gran razon la de Sirena Varada(por cierto, que bonito nombre)
sabes para que estan los 5 N?
para recordarnos que existen 364 dias mas que borren lo acontecido ese dia!
Como me entere yo que alguien te hace llorar, que se prepare...pequeñita pero con muy mala leche(no tanta, ya quisiera yo, jejeje)
besotes y muchos animos
Besos para ti también, Nuria. Sabes que, por muchas novedades que haya por aquí, por guapa que sea la nueva educadora (que lo es) algunos aquí no te olvidamos.
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