Leopoldo Alas “Clarín”, genial creador de “La Regenta”, la más perturbadora novela del siglo XIX
Es preferible colgar a un marido muerto, que perder a un amante vivo. Fue el pensamiento que iluminó como un relámpago la mente de Doña Susana. Durante los últimos años el “débito conyugal” se le había hecho cada vez más insoportable. Cuando Don Nicasio dejó la parroquia y se jubiló, se sintió en principio muy contrariada, y más al enterarse que su sustituto apenas contaba 30 años. Y sobretodo cuando lo conoció, un chico de los que se dice guapo, de ojos azulísimos, labios carnales, dientes perfectos, y aquel perturbador rictus entre bondadoso e insolente, que le fue presentado como don Rubén, su nuevo párroco. ¿Cómo iba a confiarle las miserias de su triste vida matrimonial a aquel cura que parecía un hijo del príncipe de las tinieblas? ¿Cómo le iba a relatar que ya no amaba a su marido, que le daba asco cada vez que lo tenía encima, su aliento podrido apestando a alcohol barato, su dentadura postiza aparcada en la mesita de noche, qué hacía mucho tiempo que aquella rutinaria gimnasia no le proporcionaba placer alguno? Tenía 64 años, y sabía que nunca había sido demasiado guapa. Sólo en su ya lejana juventud había estado orgullosa de sus pechos, grandes, firmes, suponía que deseables, aunque con el paso de los años se habían ido desmoronando de forma lamentable; que todavía hacía poco había descubierto que juntando mucho sus rollizas piernas, ahora surcadas de incipientes varices, y haciendo como si aguantase la gana de orinar, podía llegar a descubrir el cielo en la tierra, y lo que es peor, seguro que también pecado mortal irredimible, que deseaba que su marido se muriese; total, aunque no lo pareciese estaba muy enfermo, el hígado destrozado, y el alcohol que no le dejaba ya hacer nada, lo que se dice nada, aunque en realidad a ella nunca le había puesto la mano encima. Sencillamente estaba harta de él, de sus babas de borracho sobre su cara, de su barba descuidada que siempre le restregaba el muy asqueroso hasta casi hacerla casi sangrar. Sí, tenía que librarse de él, y debía hacerlo sola. No podía contar con nadie, aunque es cierto que por su mente cruzó por un fugaz momento, la disparatada idea de confesárselo a Don Rubén, si él la pudiese ayudar a no sabía bien qué, su felicidad podría ser total. La ensoñación desatinada se completaba con la imagen de Don Rubén, que ya no era Don Rubén, era Rubén, su tierno y querido niño, su pequeño Belcebú del alma acariciándola delicadamente frente al cuerpo inerte de su marido, que de alguna manera colgaba balanceándose con una soga alrededor del cuello.
Doña Susana despertó, la frente perlada de sudor, el pecho opulento de matrona agitándose alocadamente, y se dio cuenta que allí no había Rubén alguno, y por primera vez en mucho tiempo, la reconfortó escuchar nítidamente los inconfundibles y estentóreos ronquidos de su marido, que dormía plácidamente al otro extremo del lecho conyugal
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