Angelillo era un muchacho de 15 años, fornido en extremo, rubicundo. Para su edad disponía de una fuerza física asombrosa. Me acuerdo que nos retaba a todos a sentarnos sobre la pesada mesa de proyecciones, jamás se había usado, pero como curiosos adolescentes que éramos ya sabíamos contenía un pesado proyector de diapositivas, que tras hacer saltar unos engranajes podía desplegarse a partir de un elegante brazo articulado, y entonces, suponíamos, desarrollaría su todavía oculta función; Pues bien, Angelillo se arremangaba, nos pedía educadamente que nos sentásemos sobre el pesado armatoste, que unía al peso de la madera del mueble, ya de por sí considerable, el del misterioso y nunca utilizado proyector, y tras inspirar hondamente, contar mentalmente un número indeterminado de segundos, dejando pasar un tanto teatralmente el tiempo, resoplaba haciendo mover el flequillo que enmarcaba su rostro confianzudo y bonachón, colocaba sus manos gordezuelas bajo aquella mole, y a la par que emitía un grito tremebundo y desgarrador, Angelillo, las venas del cuello hinchadas hasta hacernos temer una desgracia, conseguía, como siempre, desplazar aquel mastodóntico aparato con cuatro o cinco adolescentes apretujados encima. Entonces, como siempre, asombrados de aquella demostración de fuerza sobrehumana, le felicitábamos calurosamente, “Menuda fuerza, Ángel, ¿cómo lo haces?”, y él, como siempre, con la coquetería de una supuesta modestia, respondía sin poder ocultar su sonrisa de satisfacción: “Bah.., no es fuerza, es concentración”.
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