martes, 18 de octubre de 2011

LA MUERTE HACE DE LAS SUYAS

Pues sí, la señora infecta

se ha dado un garbeo por mis alrededores dejando el rastro de desolación que siempre acompaña a su fétido aroma. Ayer mismo me enteré del fallecimiento de dos personas de mi entorno: ni compañero aquí, Luisín (Luisino, lo había bautizado una antigua educadora extremeña que tuvimos aquí, sin que nadie supiese muy bien por qué). Llevábamos días sin verle, y su estado de salud era realmente malo, la esclerosis se mezclaba con la diabetes, y su condición de recalcitrante fumador empedernido no le a

yudaba precisamente (parece que la causa última de su deceso está en el agravamiento de la perpetua neumonía que afectaba su sistema respiratorio). Yo no lo puedo asegurar, pero me imagino a Luis, apurando con delectación su último cigarrillo, y entregándose en brazos de la muerte con la placidez pintada, por una vez, en su rostro afilado de “Quijote” cascarrabias (“cagondios, de algo hay que morir” y respondiendo a la reiterada pregunta de “cómo estamos hoy, Luis” con el inevitable “hasta…los cojones”, mientras le sostenían el cigarrillo para que apurase la última calada).
En fin, Luisín estaba muy mal de salud y se ha ido; pero la noticia que verdaderamente me sorprendió, dejándome un “mal cuerpo” que todavía me dura, me la dieron poco después, mi querido fisioterapeuta Orlando Merás, que tanto contribuyó a mi mejora, murió hace 2 o 3 meses, víctima de un cáncer, en plena juventud, pues tenía poco más de 50 años.
A Orlando, que guardaba un sorprendente parecido físico con el entrenador de fútbol argentino Héctor Cúper, lo vi por última vez hace tres años, cuando me lo encontré, acompañado de su mujer, Lucía, en el estreno en Gijón de la deleznable “Los abrazos rotos” (sólo el abrazo que nos dimos –poco podía saber yo que sería el último- mitigó, con creces, la enorme decepción que me produjo tan lamentable película) (1)
Orlando el alpinista aficionado, el interesado en los deportes de aventura, desde el parapente a la pesca submarina, se atrevió, incluso a publicar en 2010 unas útiles y entretenidas “32 razones para ir al monte con niños” en las que volcaba su amor por el senderismo y su familia.
Cuando le vi por última vez, ya había traspasado su gimnasio, y me llevé una gran alegría, pues me habían llegado noticias difusas de que “Orlando tenía grandes problemas”, y esa era la razón del traspaso de su gimnasio. Como aquel día su aspecto no era malo, y todavía al año siguiente me enteré por la prensa de la publicación de su libro, por eso (y por el aprecio que le tenía) enterarme de su fallecimiento supuso para mí un auténtico “jarro de agua fría”.

Descansen en paz, Orlando y Luis Anselmo.

(1).-Ver entrada del 23 de abril del 2009, "Onanismo almodovariano"
(2).-No dispongo de fotografías del pobre Luis. Las dos fotos que ilustran la entrada son de Orlando. En la primera está presentando su libro el año pasado, y las señales de la enfermedad ya son visibles. En la segunda, por el contrario, nos lo muestra en los Picos de Europa en 1982 desarrollando su gran afición, el alpinismo.

lunes, 10 de octubre de 2011

OTRAS DIVAGACIONES LEPROSAS

Se comba. Abre las piernas. Las cierra. Parece que la mujer estuviese llevando a cabo una danza sensual. Irene. No, Inés. Quizás Julia. No, ese no. Seguro. ¡Mierda! No me acuerdo. A lo mejor es otro nombre que ni se parece. Mal vamos. Esta memoria…Últimamente me siento más inválido de lo que estoy. Estos lapsus me están empezando a preocupar seriamente. Tengo que salir de aquí. Airearme. Ponerme en contacto con seres humanos, ni mejores ni peores, pero ajenos a este mundo dominado por la locura. O acabaré volviéndome loco yo también. ¡Quiero marchaaar! grita desesperadamente uno; ¡Ooooigaaa! repite machaconamente la otra con su voz grave pero en absoluto sensual. Me estoy volviendo loco aquí, y, en cima, no consigo recordar el nombre de la mujer aquella que tanto me sigue gustando y que estaba realizando sus ejercicios en el gimnasio hace un momento. Para pegarse un tiro.

viernes, 7 de octubre de 2011

AVA

“El animal más bello del mundo”. Así rezaba su publicidad promocional. Lo era.




Me enamoré de Ava Gardner siendo muy niño, sin saber todavía quién era. En “55 días en Pekín”, película de aventuras que me encantaba, recuerdo, entre los coloridos desfiles de los ejércitos occidentales, rusos, ingleses, franceses, americanos, incluso japoneses y ¡españoles!, el impacto que me produjo aquella morena bellísima que interpretaba a una baronesa rusa Natalia Ivanoff ya madura (Ava tenía 41 años en ese momento), viuda de un oficial y que, repudiada por su propia sociedad, se refugia en los brazos de un mayor americano, interpretado por Charlton Heston (quizás sean los absurdos celos infantiles que este hecho me produjo, la remota causa de la manía que siempre le tuve al pobre Heston). (“Papá, quién era esa señora tan guapa”, pregunté casi “babeando” al salir del viejo “Goya” (1)”. “Es Ava Gardner, nada menos, hijo”, me contestó mi padre, un tanto descorazonado, como quien se refiere a una ilusión imposible, a una quiniela de 14 o al “gordo” de la lotería.

Ava, la de la vida disoluta, la borracha, la ninfómana, la “chica mala” por excelencia, la dueña de su propia y libérrima sexualidad (todo esto lo fui sabiendo después) y, si de niño ya me había enamorado de la belleza incontestable de aquella baronesa Ivanoff, cuando fui creciendo su interprete acabó por convertirse en mi amor imposible por excelencia.

En bañador negro, parapetada tras las gafas de sol en “La condesa descalza”, o muy joven, “femme fatale” con insinuante vestido negro en “Forajidos”, hasta esa Lily Langtry de 50 años, fantasma inalcanzable para Roy Bean (Paul Newman) en “El juez de la horca”, trasunto de lo que Ava suponía para tantos de nosotros.

Quizás la Ava más bella, la indiscutiblemente más hermosa sean las de “Mogambo” y “La condesa descalza”. Tenía entonces 31 y 32 años respectivamente, y estaba en su plenitud vital. Sin embargo, yo la prefiero en “55 días en Pekín” o en “La noche de la iguana”, donde su físico ya nota el paso de los años (y el peso de esa buena “mala vida” al que lo sometió) –tenía en esas películas 39 y 41 años respectivamente-. Ese rostro hermosísimo pero en el que el paso de los años ha obrado ya su inevitable trabajo, donde se insinúan las arrugas, las marcas del tiempo, pero también de la experiencia, las señales que el tiempo y una vida de excesos, de grandes pasiones y, en consonancia, frustraciones igualmente grandes. La Ava que se había bebido la vida. Ava Gardner viva, en suma, y, efectivamente, “el animal más bello del mundo”.

Esa morenaza perfectamente imperfecta. Con esas curvas vertiginosas. Ese pedazo de mujer, esa era Ava Gardner. Perdón, esa ES Ava Gardner (pues el cine tiene la virtud de convertir en inmortales a los que lo pueblan). Ese rostro bellísimo, ese hoyuelo en la barbilla. Esa perfección, ese permanente desafío. Esa es la mujer de la que sigo enamorado después de tantos años. ¡Qué frustración!


(1).- En los años 70, yo vivia cerca del hace muchos años desaparecido cine Goya. Era un cine pequeño, que en Gijón servía como cine de reestreno de películas de éxito dedicadas a un público infantil y juvenil. Luego, a finales de los 70, poco antes de su definitiva desaparición, tendría un breve periodo en que acogió al efímero cine "S", aprovechando quizás su ubicación cercana a algun conocido prostíbulo gijonés.